Cuando alguien se acerca a nuestra sede se pregunta, por lo general, si encaja con nosotras. La persona viene buscando un perfil con el que sentirse identificada y, afortunadamente, no podemos dárselo: es totalmente abierto. El voluntariado decide, organiza y participa, y cada cual, desde su perfil, lo hace en la manera o medida que quiera.
También podemos decir que, salvo en raras excepciones, la posible persona voluntaria suele traer este discurso: «Quisiera aplicar todo lo que sé en hacer algo útil, mi propósito es ayudar». Nosotras hasta aquí, ¡le valemos! Pero por lo general este razonamiento viene seguido de un modo de ayudar. Como si en general fuera asumido que el fin no justifica los medios, con lo que aquí las formas siempre vienen de serie: ese modo suele estar relacionado con un proyecto en un país empobrecido, receta que se proyecta aún más excitante si le sumamos un viaje exótico.
La imagen del voluntario de una ONG se ha convertido en una especie de Indiana Jones solidario con rastas en una aldea africana o de los Andes, cosa que no despreciamos lo más mínimo, pero que como tantos estereotipos está muy alejada de la realidad. Quizás esa es la idea que el propio sistema alimenta para no ser exorcizado: «Una experiencia puntual y exótica que algún día haré y con la que me sentiré útil». Sin embargo a ISF, el tiempo le ha ido demostrando que ese afán transformador puede que sea más útil aplicado en una ciudadanía que es global y que se ve afectada en todo su conjunto, todos los días de su vida.
No desvirtuamos la utilidad de un pozo en Tanzania, o la de la escuela en Cajamarca, pero si la ponemos en una balanza con la desigualdad y la pobreza generada por nuestros hábitos de consumo, y el consentimiento de una realidad social y política en nuestro país, la segunda opción siempre tiene mayor peso.
Eso es lo que intentamos transmitir en nuestras charlas: estamos centrados en la incidencia política y la sensibilización. Ante este mensaje, para algunas personas se produce el descarte automático: no somos lo que esperaban. Incluso alguna vez nos llegaron a comentar que por qué no nos cambiamos el nombre: como si la ingeniería significara sólo construir cosas, o el no tener fronteras significara que tienes que cruzar doce aduanas para hacer algo.
A cada cual que superó esta barrera, disfrutó nuestra primera cita y tuvo ganas de más, pudo incorporarse a la lista general y se le asignó un “madrino”: palabra inventada para designar al facilitador de la entrada en la dinámica de trabajo, que ayuda a vencer ese miedo inicial al arranque o a verter dudas simples en dicha lista.
El siguiente paso ya es un universo particular de cada persona, pero si algo hemos aprendido en este tiempo, es que la mejor actitud no es la de convencer a nadie, sino contar lo que somos. Es normal que haya gente a la que no les gustemos, pero intentamos transmitir nuestra verdad: a ISF Madrid nos encanta lo que hacemos.